Para los antiguos nahuas no había elemento más sagrado que el Sol. El entendimiento del cosmos de los pueblos mesoamericanos, que se establecieron en el centro de México, radica en la dualidad entre la vida y la muerte como el principio de un orden que explicaba todas las cosas. El Sol moría en cada ocaso, día con día mientras se ocultaba por el poniente, sólo para renacer al día siguiente con toda su fuerza desde la dirección opuesta.
En su renovación diaria, el Astro Rey no caminaba solo. Desde la medianoche hasta el cenit, cuando se posaba exactamente encima de las cabezas de los mexicas, su lento andar era acompañado por el Ahuiteteo, espíritu de valientes guerreros que habían perecido en combate. Del mediodía en adelante, el Sol moribundo era guiado por diosas que habían mostrado coraje y decisión en una batalla, una apenas más importante que la disputa de los guerreros por el territorio o la dominación de una civilización, las Cihuateteo, mujeres divinizadas luego de morir en su primer parto.
El nacimiento ocupa un sitio preponderante en todas las culturas del mundo y para las civilizaciones prehispánicas no era la excepción. La conjunción entre vida y muerte, el instante en que un nuevo ser llega al mundo revistió un carácter sagrado para los mexicas. Luego de la asistencia de la tlamatlquiticitl (una partera que apoyaba a la madre durante todo el alumbramiento), se celebraba una ceremonia ritual; no obstante, si algo salía mal y la mujer que daba a luz fallecía en el intento, su figura adquiría un doble significado, tan respetado como temido en la cultura que se desarrolló en el Valle de México.
El cuerpo sin vida de las mujeres fallecidas en labor de parto era venerado a un grado divino y su valentía admirada por el grueso de la sociedad. Luego de la ceremonia fúnebre, los hombres más cercanos debían cuidar sus restos, asediados por los guerreros como amuletos por su valía.
Por un lado, las Cihuateteo se marchaban a vivir por la eternidad en Cincalco, la morada del maíz, para servir de guías al Sol cada atardecer y se convertían en objeto de adoración, directamente relacionadas con Cihuacóatl, diosa madre que formaba parte de las deidades conocidas como Tonantzin, madres creadoras.
Sin embargo, la adoración de las Cihuateteo también tenía un lado oscuro. Las diosas también eran portadoras de desgracias, infundiendo miedo y desolación en los vivos. Se creía que en ocasiones, estas deidades aparecían merodeando las encrucijadas y los caminos. En algunos códices e inscripciones antiguas, es común su representación con una calavera en la cabeza, garras en las extremidades y rodeadas de animales relacionados con la noche y la muerte.
Su aparición también formó parte esencial de los presagios funestos que, según la tradición nahua, se manifestaron en el Valle de México una década antes de la llegada de los españoles. La sexta señal, que da cuenta de una mujer que aparece en los caminos con un llanto quejoso, no sólo influenciada por los lamentos de Cihuacóatl, también por las Cihuateteo.
“En el signo llamado ce ozomatli decían (los mexicanos) que descendían las diosas llamadas Cihuateteo a la tierra, y dañaban a los niños y niñas hiriéndolos con perlesía (…) y los padres y las madres no dejaban salir a sus hijos fuera de casa, porque no se encontrasen con estas diosas de las cuales tenían gran temor”.
Con el paso del tiempo –especialmente en los años posteriores a la caída de México-Tenochitlán, la dualidad oscura de las Cihuateteo tomó influencia de las voces hispánicas y su naturaleza fue transfigurada en la de un ente maligno, tal y como los fantasmas europeos. Durante las primeras décadas de la época colonial, las deidades de las madres que fallecieron durante su primer parto no resistió a la influencia cristiana y su historia es un relato más que ayudó a consolidar la leyenda de la Llorona.
La inspiración material que dio origen al culto de las Cihuateteo pudo haber sido la alta tasa de mortalidad en las madres primerizas al momento del parto, razón suficiente para hacerles ganar un lugar especial en el panteón mexica. Al mismo tiempo, su dualidad aparece como una metáfora de la terrenalidad, la relación dialéctica entre la vida y la muerte y los momentos cumbres del nacimiento y el fallecimiento en la América Precolombina.