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El altar de muertos: Su origen y significado

A través de la historia del hombre, el culto a los muertos se ha manifestado en diferentes culturas de Europa y Asia, como la china, la árabe o la egipcia, pero en las culturas prehispánicas del continente americano no ha sido de menor importancia; así, la visión y la iconografía sobre la muerte en nuestro país son notables debido a ciertas características especiales, como el sentido solemne, festivo, jocoso y religioso que se ha dado a este culto, el cual perdura hasta nuestros días.

La muerte es un personaje omnipresente en el arte mexicano con una riquísima variedad representativa: desde diosa, protagonista de cuentos y leyendas, personaje crítico de la sociedad, hasta invitada sonriente a nuestra mesa.

En México, las culturas indígenas concebían a la muerte como una unidad dialéctica: el binomio vida-muerte, lo que hacía que la muerte conviviera en todas las manifestaciones de su cultura. Que su símbolo o glifo apareciera por doquier, que se le invocara en todo momento y que se representara en una sola figura, es lo que ha hecho que su celebración siga viva en el tiempo.

Es así, una ardua tarea entender la muerte y su significado, labor que abarca momentos de innumerables reflexiones, rituales y ceremonias de diversa índole, lo que ha erigido el máximo símbolo plástico de la representación de esta festividad: el altar de muertos. Dicha representación es quizá la tradición más importante de la cultura popular mexicana y una de las más conocidas internacionalmente; incluso es considerada y protegida por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad.

Para conocer más acerca de la festividad del Día de Muertos y el significado que tiene hoy el altar, es necesario echar una vista atrás a la historia, hacia las épocas prehispánicas y coloniales, para tener un panorama más amplio de sus significados.

 

La época prehispánica

Los orígenes de la tradición del Día de Muertos son anteriores a la llegada de los españoles, quienes tenían una concepción unitaria del alma, concepción que les impidió entender el que los indígenas atribuyeran a cada individuo varias entidades anímicas y que cada una de ellas tuviera al morir un destino diferente.

Dentro de la visión prehispánica, el acto de morir era el comienzo de un viaje hacia el Mictlán, el reino de los muertos descarnados o inframundo, también llamado Xiomoayán, término que los españoles tradujeron como infierno. Este viaje duraba cuatro días. Al llegar a su destino, el viajero ofrecía obsequios a los señores del Mictlán: Mictlantecuhtli (señor de los muertos) y su compañera Mictecacíhuatl (señora de los moradores del recinto de los muertos). Estos lo enviaban a una de nueve regiones, donde el muerto permanecía un periodo de prueba de cuatro años antes de continuar su vida en el Mictlán y llegar así al último piso, que era el lugar de su eterno reposo, denominado “obsidiana de los muertos”.

Gráficamente, la idea de la muerte como un ser descarnado siempre estuvo presente en la cosmovisión prehispánica, de lo que hay registros en las etnias totonaca, nahua, mexica y maya, entre otras. En esta época era común la práctica de conservar los cráneos como trofeos y mostrarlos durante los rituales que simbolizaban la muerte y el renacimiento. El festival que se convirtió en el Día de Muertos se conmemoraba en el noveno mes del calendario solar mexicano, iniciando en agosto y celebrándose durante todo el mes.

Para los indígenas la muerte no tenía la connotación moral de la religión católica, en la cual la idea de infierno o paraíso significa castigo o premio; los antiguos mexicanos creían que el destino del alma del muerto estaba determinado por el tipo de muerte que había tenido y su comportamiento en vida. Por citar algunos ejemplos, las almas de los que morían en circunstancias relacionadas con el agua se dirigían al Tlalocan, o paraíso de Tláloc; los muertos en combate, los cautivos sacrificados y las mujeres muertas durante al parto llegaban al Omeyocan, paraíso del Sol, presidido por Huitzilopochtli, el dios de la guerra. El Mictlán estaba destinado a los que morían de muerte natural. Los niños muertos tenían un lugar especial llamado Chichihuacuauhco, donde se encontraba un árbol de cuyas ramas goteaba leche para que se alimentaran.

Los entierros prehispánicos eran acompañados por dos tipos de objetos: los que en vida habían sido utilizados por el muerto, y los que podía necesitar en su tránsito al inframundo.

 

La época colonial

En el siglo XVI, tras la Conquista, se introduce a México el terror a la muerte y al infierno con la divulgación del cristianismo, por lo que en esta época se observa una mezcla de creencias del Viejo y el Nuevo Mundo. Así, la Colonia fue una época de sincretismo donde los esfuerzos de la evangelización cristiana tuvieron que ceder ante la fuerza de muchas creencias indígenas, dando como resultado un catolicismo muy propio de las Américas, caracterizado por una mezcla de las religiones prehispánicas y la religión católica. En esta época se comenzó a celebrar el Día de los Fieles Difuntos, cuando se veneraban restos de santos europeos y asiáticos recibidos en el Puerto de Veracruz y transportados a diferentes destinos, en ceremonias acompañadas por arcos de flores, oraciones, procesiones y bendiciones de los restos en las iglesias y con reliquias de pan de azúcar –antecesores de nuestras calaveras– y el llamado “pan de muerto”.

 

La época actual

El sincretismo entre las costumbres españolas e indígenas originó lo que es hoy la fiesta del Día de Muertos. Al ser México un país pluricultural y pluriétnico, tal celebración no tiene un carácter homogéneo, sino que va añadiendo diferentes significados y evocaciones según el pueblo indígena o grupo social que la practique, construyendo así, más que una festividad cristiana, una celebración que es resultado de la mezcla de la cultura prehispánica con la religión católica, por lo que nuestro pueblo ha logrado mantener vivas sus antiguas tradiciones.

La fiesta de Día de Muertos se realiza el 31 de octubre y el 1 y 2 de noviembre, días señalados por la Iglesia católica para celebrar la memoria de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos. Desde luego, la esencia más pura de estas fiestas se observa en las comunidades indígenas y rurales, donde se tiene la creencia de que las ánimas de los difuntos regresan esas noches para disfrutar los platillos y flores que sus parientes les ofrecen.

Las ánimas llegan en forma ordenada. A los que tuvieron la mala fortuna de morir un mes antes de la celebración no se les pone ofrenda, pues se considera que no tuvieron tiempo de pedir permiso para acudir a la celebración, por lo que sirven solamente como ayudantes de otras ánimas. El 28 de octubre se destina a los muertos que fueron asesinados con violencia, de manera trágica; el 30 y 31 de octubre son días dedicados a los niños que murieron sin haber sido bautizados (limbitos) y a los más pequeños, respectivamente; el 1 de noviembre, o Día de Todos los Santos, es la celebración de todos aquellos que llevaron una vida ejemplar, celebrándose igualmente a los niños. El día 2, en cambio, es el llamado Día de los Muertos, la máxima festividad de su tipo en nuestro país, celebración que comienza desde la madrugada con el tañido de las campanas de las iglesias y la práctica de ciertos ritos, como adornar las tumbas y hacer altares sobre las lápidas, los que tienen un gran significado para las familias porque se piensa que ayudan a conducir a las ánimas y a transitar por un buen camino tras la muerte.

 

El altar de muertos

Como ya comentamos, el altar es la representación iconoplástica de la visión que todo un pueblo tiene sobre el tema de la muerte, y de cómo en la alegoría conduce en su significado a distintos temas implícitos y los representa en forma armónica dentro de un solo enunciado.

El altar de muertos es un elemento fundamental en la celebración del Día de Muertos. Los deudos tienen la creencia de que el espíritu de sus difuntos regresa del mundo de los muertos para convivir con la familia ese día, y así consolarlos y confortarlos por la pérdida.

El altar, como elemento tangible de tal sincretismo, se conforma de la siguiente manera. Se coloca en una habitación, sobre una mesa o repisa cuyos niveles representan los estratos de la existencia. Los más comunes son los altares de dos niveles, que representan el cielo y la tierra; en cambio, los altares de tres niveles añaden a esta visión el concepto del purgatorio. A su vez, en un altar de siete niveles se simbolizan los pasos necesarios para llegar al cielo y así poder descansar en paz. Este es considerado como el altar tradicional por excelencia. En su elaboración se deben considerar ciertos elementos básicos. Cada uno de los escalones se forra en tela negra y blanca y tienen un significado distinto.

En el primer escalón va colocada la imagen de un santo del cual se sea devoto. El segundo se destina a las ánimas del purgatorio; es útil porque por medio de él el alma del difunto obtiene el permiso para salir de ese lugar en caso de encontrarse ahí. En el tercer escalón se coloca la sal, que simboliza la purificación del espíritu para los niños del purgatorio. En el cuarto, el personaje principal es otro elemento central de la festividad del Día de Muertos: el pan, que se ofrece como alimento a las ánimas que por ahí transitan. En el quinto se coloca el alimento y las frutas preferidas del difunto. En el sexto escalón se ponen las fotografías de las personas ya fallecidas y a las cuales se recuerda por medio del altar.

Por último, en el séptimo escalón se coloca una cruz formada por semillas o frutas, como el tejocote y la lima.

 

Las ofrendas y su significado

Las ofrendas deben contener una serie de elementos y símbolos que inviten al espíritu a viajar desde el mundo de los muertos para que conviva ese día con sus deudos.

Entre los elementos más representativos del altar se hallan los siguientes:

Imagen del difunto. Dicha imagen honra la parte más alta del altar. Se coloca de espaldas, y frente a ella se pone un espejo para que el difunto solo pueda ver el reflejo de sus deudos, y estos vean a su vez únicamente el del difunto.

La cruz. Utilizada en todos los altares, es un símbolo introducido por los evangelizadores españoles con el fin de incorporar el catecismo a una tradición tan arraigada entre los indígenas como la veneración de los muertos. La cruz va en la parte superior del altar, a un lado de la imagen del difunto, y puede ser de sal o de ceniza.

Imagen de las ánimas del purgatorio. Esta se coloca para que, en caso de que el espíritu del muerto se encuentre en el purgatorio, se facilite su salida. Según la religión católica, los que mueren habiendo cometido pecados veniales sin confesarse deben de expiar sus culpas en el purgatorio.

Copal e incienso. El copal es un elemento prehispánico que limpia y purifica las energías de un lugar y las de quien lo utiliza; el incienso santifica el ambiente.

Arco. El arco se coloca en la cúspide del altar y simboliza la entrada al mundo de los muertos. Se le adorna con limonarias y flor de cempasúchil.

Papel picado. Es considerado como una representación de la alegría festiva del Día de Muertos y del viento.

Velas, veladoras y cirios. Todos estos elementos se consideran como una luz que guía en este mundo. Son, por tradición, de color morado y blanco, ya que significan duelo y pureza, respectivamente. Los cirios pueden ser colocados según los puntos cardinales, y las veladoras se extienden a modo de sendero para llegar al altar.

Agua. El agua tiene gran importancia ya que, entre otros significados, refleja la pureza del alma, el cielo continuo de la regeneración de la vida y de las siembras; además, un vaso de agua sirve para que el espíritu mitigue su sed después del viaje desde el mundo de los muertos. También se puede colocar junto a ella un jabón, una toalla y un espejo para el aseo de los muertos.

Flores. Son el ornato usual en los altares y en el sepulcro. La flor de cempasúchil es la flor que, por su aroma, sirve de guía a los espíritus en este mundo.

Calaveras. Las calaveras son distribuidas en todo el altar y pueden ser de azúcar, barro o yeso, con adornos de colores; se les considera una alusión a la muerte y recuerdan que esta siempre se encuentra presente.

Comida. El alimento tradicional o el que era del agrado de los fallecidos se pone para que el alma visitada lo disfrute.

Pan. El pan es una representación de la eucaristía, y fue agregado por los evangelizadores españoles. Puede ser en forma de muertito d e Pátzcuaro o de domo redondo, adornado con formas de huesos en alusión a la cruz, espolvoreado con azúcar y hecho con anís.

Bebidas alcohólicas. Son bebidas del gusto del difunto denominados “trago” Generalmente son “caballitos” de tequila, pulque o mezcal.

Objetos personales. Se colocan igualmente artículos pertenecientes en vida a los difuntos, con la finalidad de que el espíritu pueda recordar los momentos de su vida. En caso de los niños, se emplean sus juguetes preferidos.

El altar de muertos como enunciado

La cultura mexicana tiene su más colorida representación en la celebración de Día de Muertos, festividad que se ha visto retratada en diferentes expresiones culturales, las que abarcan todas las manifestaciones: desde el arte prehispánico hasta el popular de nuestros días. Actualmente, la muerte hecha objeto, la muerte representada, no nos toma por sorpresa. Para el mexicano no radica esta visión en el desprecio sino en su valoración, pues se entiende como una manifestación y una explicación del mundo, heredadas y evocadas inconscientemente.

La fusión de ambas culturas hace del altar un producto comunicativo que evoca constantemente los elementos que le dieron origen y que lo traducen en una repetición y evocación constantes del mundo indígena y del católico, con símbolos que adquieren un nuevo significado.

La muerte, en este sentido, no se enuncia como una ausencia ni como una falta; por el contrario, es concebida como una nueva etapa: el muerto viene, camina y observa el altar, percibe, huele, prueba, escucha. No es un ser ajeno, sino una presencia viva. La metáfora de la vida misma se cuenta en un altar, y se entiende a la muerte como un renacer constante, como un proceso infinito que nos hace comprender que los que hoy estamos ofreciendo seremos mañana invitados a la fiesta.

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